Son las siete de la tarde y Alain observa tranquilo el atardecer desde una cómoda butaca en la mansión de un amigo en Nueva York. Por el hueco que las cortinas dejan abierto a la ventana su vista alcanza el estrecho de Long Island e incluso, fijándose con cuidado, puede divisar el mástil de su velero Firecrest junto al espigón de Fort-Totten. El joven francés recuesta su espalda hacia atrás en el asiento, cierra los ojos y nota la quietud de la estancia. Se relaja un poco más y se descubre a sí mismo con un pensamiento extraño… ¡Qué raro!, el suelo no se mueve…
Atrás quedan ya los días en que, zarandeado por las tempestades, por inmensas olas, debía luchar contra la fatiga y la sed defendiendo su vida contra los elementos.
Una señorita se acerca a él y le ofrece un té. Alain lo acepta y, mientras se incorpora para agradecer la bebida, recoge de la mesita auxiliar su preciado diario de a bordo. Lo abre caprichosamente por una página al azar y lee en voz baja:
“14 de agosto y en el mar, 34º, 45’ Norte y 56º, 10’ Oeste. Viento fuerte de poniente. Durante toda la noche el buque ha sufrido un traqueteo terrible a causa de las olas que vienen a romper sin tregua. A las cuatro de la madrugada, la tensa escota del foque se quiebra en un estallido y he de proceder a unir los dos cabos. La cubierta está anegada por completo, y aunque toda abertura está ya cerrada, en el interior de mi esquife todo está mojado.
A las nueve, la trinquetilla se desgarra, con el agravante de que en ese preciso momento el buque sufre tales sacudidas y el viento es tan violento que ni intentar puedo la reparación. Todos mis vasos y tazas se han hecho añicos”
El marino cierra el diario, lo que ha leído no es más que el breve relato de algunos momentos de una jornada ordinaria durante el mes completo de tempestades que tuvo que soportar en mitad del viaje. Mira la taza de cara porcelana mientras se lleva a la boca un nuevo sorbo de té inglés y se queda en silencio volviendo la mirada al puerto. Qué mal lo pasó y, paradójicamente, cuántas ganas tiene de volver allí…
Alain Gerbault nació en Laval, un pequeño pueblo de la región francesa del Loira pero pasó gran parte de su juventud en Dinard, cerca del puerto pesquero de Saint-Malo, lugar de célebres corsarios y gloria de la marina gala hace ya tres centurias. Era aún muy joven así que su padre se negaba a llevarlo con él en el barco familiar, lo cual no era impedimento para que el chaval, a escondidas, se las arreglase para pasar el rato en las barcas de algunos pescadores amigos… Junto con su hermano llevaban ahorrando meses para cumplir uno de sus primeros sueños: comprarse ellos mismos una barca.
Los felices tiempos de niñez en Dinard fueron pasando sin avisar que pronto llegaría la época más triste de su vida. Alain fue enviado a Paris para proseguir sus estudios como alumno internado en Stanislas, un colegio de inclinación católica. Allí encerrado entre altos muros su anhelo de libertad y espacios abiertos tomó forma y se consolidó para convertirlo en lo que más tarde sería.
Y llegó la guerra, esa que poco después todos llamarían la Gran Guerra.
Gerbault ingresó en la aviación francesa y aquello, incluso entre todas las barbaridades que se cometían tierra abajo, supuso un cambio radical en su vida. Tras probar la embriaguez de volar a través de las nubes, Alain se dio cuenta de que nunca más podría llevar una vida sedentaria en la ciudad. Como él mismo reconocería años más tarde: “La guerra fue la que me expulsó de la civilización. Y no aspiro a volver a ella”
En aquellos años de guerra llegó la decisión, acompañada de un libro que un camarada de la escuadrilla le regaló: “El crucero del Snark”, de Jack London… El texto le abrió los ojos a la posibilidad de recorrer el mundo en una pequeña embarcación. Para Gerbault supusó toda una revelación y desde aquel momento, y siempre que tuviese la suerte de sobrevivir a la guerra, su afán en la vida sería intentar esa aventura. Para ello se asoció con dos amigos aviadores con quienes recorrería los mares con rumbo a las islas del Pacífico.
Pero sus amigos murieron en el aire y Alain se quedó solo al frente de sus sueños. Tampoco quiso pensar mucho más porque ya había decidido que nada iba a impedir su nueva vida. Cuando la guerra terminó, dejó a un lado los estudios de ingeniería que el conflicto había interrumpido y durante un año entero visitó todos los puertos de Francia en busca de un buque cuya maniobra solo necesitase de un hombre.
En Francia tuvo poca suerte así que prosiguió su cruzada en puertos ingleses mientras hacía un tour como jugador de tenis. Allí se encontró con un original balandro, de nombre Firecrest, cuyos planes originales habían corrido a cargo de Dixon Kemp y que había sido construido en 1892 por P.T. Harris en los astilleros de Essex.
Era el año 1921 y por fin era dueño de un barco.
Alain, sentado junto a la ventana de Nueva York sonríe con picardía pensando en cómo se hubiera sorprendido el ahora difunto Dixon Kemp si supiese que su embarcación, diseñada en un principio solo para las regatas, había sido capaz de atravesar el Atlántico, enfrentarse a un huracán en alta mar y haber soportado olas de hasta doce metros.
Once metros de eslora, nueve hasta la línea de flotación y su manga apenas llega a los dos metros sesenta… Probablemente la embarcación más estrecha que jamás ha atravesado un océano. Alain miraba el puerto de Long Island y sentía orgullo de su Firecrest como el que cualquier padre puede sentir cuando su hijo hace algo admirable.
Y eso que cuando comenzó a preparar el barco no faltaron las voces de desaprobación… ¿Un “cutter” para atravesar el Atlántico?, un cutter es muy difícil de manejar para un solo hombre, ¿por qué no mejor elegir una yola o un queche? Además, no hay lugar en cubierta para un verdadero bote de salvamento…
El joven vuelve a tomar su diario de a bordo pero no lo abre, simplemente quiere tenerlo por un momento entre sus manos. Ahora, desde la seguridad de la tierra firme en Nueva York, podría contestar a muchas de esas voces críticas, de hecho en su libro escribió “Por lo demás, le he tomado tal cariño a mi buque que me parece que poco me importaría salvarme si él ha de hundirse”
Las provisiones para el viaje fueron sencillas. Galletas, arroz, patatas, dos depósitos de agua, carne en salazón… una litera con dos camas, un hornillo a petróleo y una estantería para algunas pertenencias personales.
“Mi buque es mi única morada. Llevo a bordo cuanto preciso y los objetos que más aprecio: mis libros y mis trofeos de tenis. Si no sopla el viento, poco me importa. No llevo prisa”.
Nos situamos en Inglaterra en 1921, Alain Gerbault ya es dueño de su primera embarcación y se dispone a partir rumbo a su Francia natal para comenzar los entrenamientos. Su partida se produjo en el más absoluto anonimato en el mismo momento en que los ingleses se disponían a despedir por todo lo alto a uno de sus grandes héroes. En septiembre, Gerbault se hacía a la mar a la vez que Sir Ernest Shackleton partía hacia lo que, desgraciadamente, iba a convertirse en su último viaje.
Durante los siguientes catorce meses su trabajo consistiría en hacerse al barco y conseguir la total maniobrabilidad del Firecrest tan solo con sus dos manos.
“Durante más de un año me adiestré físicamente, arriesgándome con todos los tiempos para adquirir el dominio y maestría en maniobrar yo solo las velas. Y solamente cuando me sentí apto y tuve la certeza de poder soportar la fatiga moral y física, partí hacia la gran aventura”
Solo dos navegantes solitarios, el mítico Slocum y Howard Blackburn habían conseguido atravesar en solitario el Atlántico partiendo desde América, pero él sería el primero en partir desde Europa y también lo iba a intentar por la ruta más complicada: el Atlántico Norte. Iría de Nantes a Nueva York atravesando algunas de las zonas más peligrosas del océano. Además, de conseguirlo con vida, sería el primero en cruzar aquel proceloso mar sin hacer escalas ya que sus antecesores se habían detenido en Azores.
Para ello, y junto con la preparación previa, Alain Gerbault había conseguido diversos mapas referentes a la dirección e intensidad de los vientos en el Atlántico Norte… nada de lo que hubiese imaginado a priori lo hubiera preparado para lo que en realidad atravesó.
El Firecrest leva anclas desde el puerto de Nantes tomando rumbo sudoeste hacia el estrecho de Gibraltar donde terminaría de aprovisionarse antes de dar el salto atlántico hacia Nueva York. La mañana del día elegido, el 06 de junio de 1923, amaneció con un tiempo espléndido. El sol se eleva tranquilo sin apenas nubes y una agradable brisa sopla en la dirección correcta que no hace presagiar la que se iba a formar en apenas unas horas.
Al caer la tarde de ese mismo día, y mientras abandonaba la bahía de Algeciras, la brisa comienza a convertirse en incómodo viento y a las diez de la noche el Firecrest ya está inmerso en plena tempestad. La lluvia comienza a ser torrencial sobre las once y ya no pararía en los siguientes tres días.
Tan solo sería un calentamiento para lo que le esperaba en mitad del Atlántico pero Gerbault confirmó dos cosas. La primera, que su velero se había comportado bien ante los primeros embates. La segunda, que iba a tener que coser sin descanso… Tan solo lleva unos días en el mar y la vela mayor empieza descoserse: es preciso arriarla para recomponerla antes de que se desgarre por completo. Y eso solo sería el principio.
“Mis velas se deterioran rápidamente, tanto, que ya comienzo a temer por la falta de hilo, aguja y tela de reparación. Pero, ¡qué importa!… utilizaré mis manttas, y a pesar mío, sonrío al pensar en la estupefacción de los de Nueva York al ver entrar un pequeño yate francés llevando, en vez de velas, cobertores de todos los colores”
Los siguientes días supusieron un descanso a este ajetreado comienzo y en su diario se pueden leer jornadas más apacibles.
24 de junio. Noche tranquila, ligera brisa del noroeste y subida al penol del mástil para cambiar la polea de un amantillo. Me he podido afeitar por primera vez ya que aún no lo había hecho desde mi partida de Gibraltar. Pasé un domingo muy agradable trabajando sin ropa sobre cubierta y dándome un baño del cálido sol de verano.
25 de junio. Ligera brisa del Norte, ruta WSW. Distingo numerosas medusas tricolores que los ingleses llaman portugese men of war.
26 de junio. Libera brisa del Nordeste. Utilizo mi vela trinquete, hinchada como un spinnaher y permanezco todo el día al timón. Al caer la tarde me sobreviene un violento dolor de cabeza, principio de insolación.
27 de junio. Ligera brisa NE. Calma chicha casi toda la tarde. Reparo dos velas trinquete desgarradas. El Firecrest apenas si recorre un nudo pero no me preocupo gran cosa. La vida es bella, tendido sobre cubierta al sol de los trópicos.
A principios de julio la calmada y soleada travesía del Firecrest se iba a ver truncada por un descubrimiento cruel: La reserva de agua dulce se ha convertido en algo imposible de beber.
Al partir Gerbault llevaba consigo 300 litros de agua potable, contenidos en dos depósitos de hierro galvanizado y dos barriles de madera de encina. Una vez que terminó de beber el agua de los depósitos se dirigió a los barriles para comprobar que el agua había tomado un tinte rojo oscuro, se había espesado y ni siquiera filtrándola e hirviéndola era posible beberla. Aquellos barriles estaban construidos con madera nueva y el ácido tánico de la encina había corrompido por completo el agua.
Tan sólo le quedaban 50 litros de agua y se encontraba a 2.500 millas de Nueva York. La situación era surrealista. Si tan solo tres días antes hubiese aprovechado la torrencial lluvia para limpiar los depósitos metálicos y los hubiera llenado… Pero no era tiempo de lamentaciones, era tiempo de cálculos. Gerbault se encontraba casi en los trópicos y bien pudiera ocurrir que no lloviera en un mes: Había que hacer cuentas y racionar el agua.
La decisión está clara: No podrá beber más que un vaso de agua al día. Conforme los días pasan a su cabeza acuden los versos del poema de Coleridge:
“Agua, agua, alrededor, y nada, nada para beber”
La situación comienza a hacerse insostenible. Los días pasan y la lluvia no aparece.
Calor tropical. En pleno día y a la hora meridiana el sol estaba casi en la vertical por encima de mi cabeza; la sed me atormentaba pero debía contenerme y continuar con el vaso de agua por día.
Tuvieron que pasar tres interminables semanas para que en la noche del 17 de julio por fin comenzara a lloviznar… la sensación debió ser increíble.
17 de julio. Comienza a llover y pude recoger un litro aproximadamente. Luego tomé un baño bajo la lluvia y gusté de la inesperada frescura antes de que la lluvia cesara.
Sin embargo, tan solo fue un atisbo de unas pocas horas. A la mañana siguiente el sol volvió a hacerse dueño del cielo y las nubes desaparecieron. Gerbault no iba a ver una sola gota de agua durante las dos próximas semanas. Tuvo que esperar al 04 de agosto para encontrarse con un complicado dilema…
Densos nubarrones plomizos se reúnen hacia occidente. En la penumbra de la noche los relámpagos zigzagueaban entre el impresionante amasijo de nubes. Una gigantesca tormenta se acerca con olas como montañas negras que parecen querer aplastar el pequeño navío. Alegre, preocupado, deseoso de llegar a la lluvia y temeroso de la fuerza de la tormenta…
Su situación y su sed habían llegado a un punto en el que el mismo Gerbault se pregunta ¿Qué importa la tempestad si puedo obtener agua? Alain se encuentra sentado en cubierta admirando tal despliegue de fuerzas naturales y esperando poder llenar sus depósitos con el agua que recogerá.
Tan solo en las primeras horas de tormenta llegó a obtener más de 50 litros (“cosa más importante para mí que todo el botín del mundo”) y en la bodega había suficiente comida procedente de la pesca en las semanas de calma que Alain se sentía con fuerzas renovadas para afrontar lo que se iba a convertir en su propia “tormenta del siglo”
Durante 24 días el Firecrest se enfrentó a una de las pruebas más duras que cualquier navío ha tenido soportar. Las velas se abrían una y otra vez sin importar las veces que se cosieran, gran parte del aparejo se rompió ante el poderoso viento, el agua llegaba al nivel del entarimado de la camareta y Gerbault hacía verdaderos malabarismos para mantenerse en cubierta y no ser arrastrado por las gigantescas olas.
“La lluvia era torrencial, lacerante, impulsada por la fuerza del huracán y cegándome casi totalmente. Apenas podía yo abrir los ojos, y cuando lo lograba, escasamente alcanzaba a ver de un extremo a otro del buque”.
Personalmente siento fascinación por la valía de personajes como Gerbault. Casi un mes luchando contra las mareas, la lluvia torrencial y los vientos huracanados del atlántico, y el marino vuelve a sorprenderme con párrafos como el que escribió en el diario de a bordo durante esos días.
“Ni las tempestades que desgarraban mis velas, ni el agua que entraba en mi camarote, ni la espumosa lluvia que me azotaba constantemente, lograron que decreciera mi amor al mar. Sabía que podía llegar un día en que la tempestad superase tanto a nuestras fuerzas que, en un instante, mi heroico Firecrest y yo nos viéramos arrastrados a los abismos juntos, pero este es un fin que toda la gente de mar debe esperar”.
La noche del 20 de agosto fue una de las más duras. El mismo Gerbault comprendió en aquel momento que se encontraba ante “el punto culminante de todas las tempestades que yo había encontrado hasta entonces”…
“Hasta donde la vista alcanzaba no se veía más que un furioso torbellino de agua, bajo una falange de nubes negras como la tinta impulsadas por la tempestad. A las diez, el viento había alcanzado la fuerza del más rabioso huracán y las olas eran enormes, con reacciones terribles; su cresta era desgarrada por el viento en pequeños remolinos que reventaban y volvían blancos de espuma precipitándose sobre mi pequeño navío como si quieran destruirlo. Pero él proseguía siempre su camino a través de las olas, con tal valentía que me traía a los labios una canción marinera. ¡Eso era la vida!”
Cantar en medio del huracán. Gritarle al viento y la tempestad su propia tonadilla marinera. Allí, en mitad del Atlántico, sobre la cubierta de un cascarón de nuez sacudido por gigantescas olas se encontraba Alain Gerbault… cantando.
Aun así nada le había preparado para lo que iba suceder tras aquella terrible noche.
“De improviso pareció apoderarse de nosotros un desastre. El Firecrest seguía su ruta contra el viento y de súbito vi cómo, desde la lejanía del horizonte, avanzaba una ola enorme, con la cresta blanca y rugiente, y tan alta que rebasaba por mucho a todas las demás. Era una cosa bella y a la vez espantosa”.
Gerbault toma consciencia rápidamente de un hecho: Si se queda en cubierta cuando la gran ola llegue encontrará una muerte cierta. “Me hubiera sido imposible resistir el choque de semejante monstruo”…
Con la mayor rapidez que le permitieron sus ya exhaustos músculos, Alain tuvo el tiempo justo de subir al aparejo, y ya estaba a media altura del palo, cuando la ola reventó furibunda sobre el Firecrest, haciéndolo desaparecer bajo toneladas de agua y un torbellino de espuma.
Allí, encaramado al mástil, vio como el barco desaparecía literalmente bajo el mar mientras él apenas aguantaba la embestida de la ola.
“El navío vaciló y se escoró con el choque, y yo me preguntaba si podría volver a la superficie o si me arrastraría con él hacia los fondos. De repente comprobé que lentamente mi Firecrest se iba sacudiendo la espuma, que volvía a aparecer en la superficie y que la enorme ola había pasado mientras yo aún me sostenía aferrado de manos en los obenques del mástil”.
Tras aquella ola gigante, llegaron otras y luego otras más. Era casi noche y el marino se sentía extenuado pero debía repetir la operación una y otra vez, subiéndose al mástil a cada ola que como una colosal pared de agua venía a romper en la cubierta del Firecrest. Aquella terrible situación se sucedió una y otra vez durante horas y Alain, cada vez más al límite de sus fuerzas, debía correr a subirse al mástil mientras veía cómo el barco se sumergía por completo bajo sus pies…
Fueron los peores momentos de una lucha que duró semanas hasta que el mar fue calmándose. El huracán se fue convirtiendo en tempestad, ésta en tormenta hasta finalmente remitir lentamente y descansar.
“Durante veinte días consecutivos el Firecrest había luchado contra los huracanes y las tempestades y finalmente contra aquellas interminables olas que a poco ponen el punto final al crucero”
El 25 de septiembre de 1923, a las dos de la mañana, Alain Gerbault echaba el ancla ante el Fuerte Totten en la ciudad de Nueva York. Habían pasado ciento un días desde su salida y ya podía decir a los cuatro vientos que su Firecrest había sido el primer navío que había conseguido el Atlántico partiendo desde Europa.
Son las siete de la tarde y Alain observa tranquilo el atardecer desde una cómoda butaca en la mansión de un amigo en Nueva York… ¡qué raro!, el suelo no se mueve…
Este es el primero de una serie de artículos que me gustaría escribir basados en los libros que tengo en mi colección personal de viajes y descubrimientos. En concreto esta historia de Gerbault corresponde al libro escrito por el propio francés y titulado “Sólo a través del Atlántico” cuya primera edición se publicó en España en 1930 por J. Montesó-Editor, Barcelona.