Se llamaba Pedro Cieza de León y ha pasado a la Historia como el primer occidental que se comió una patata.
Según los documentos de la época, el insólito hecho se produjo en el año del señor de 1553 y nuestro atrevido era un soldado español enrolado en la expedición del cordobés Sebastián Moyano, más tarde conocido como Sebastián Belalcázar, destinada a conquistar las tierras ecuatorianas de Quito.
Don Pedro, que a la postre se convertiría en un gran cronista e historiador de aquellos tiempos, se acercó el extraño tubérculo a la boca y describió su novedosa experiencia culinaria como “algo parecido a una criadilla, o turma de tierra, que al cocerse adquiere la textura de una castaña cocida”. (Página 117)
No obstante, cuando la papa llegó a Europa, a mediados del siglo XVI, pocos la consideraron una alternativa gastronómica a nada de lo que ya existía. En realidad nuestra ahora indispensable patata tuvo que soportar estoica los improperios de una sociedad que le achacaba ser un alimento maldito. Las razones de sus difíciles comienzos son variadas, pero el hecho de que algunos tildaran a la patata de ser un alimento de pecado, ya que no aparecía en la biblia, no ayudó a su introducción y alentó a que, durante algo más de un siglo, se acusara a la inocente papa de ser la responsable de casi cualquier mal, plaga o enfermedad.
Mi buen amigo José Miguel Mulet, Director del laboratorio de crecimiento celular de la Universidad Politécnica de Valencia, me contaba varias de las acusaciones que cayeron sobre la indefensa patata, víctima de la superstición de aquellos oscuros días.
En 1619 en Borgoña se prohibió el consumo de patatas haciéndolas responsables de los múltiples casos de lepra, que por aquel entonces azotaban la comarca.
Incluso, dos siglos después de que Cieza de León probara aquel bocado, las supercherías seguían bien presentes en Europa, cuando en 1774 y para paliar la hambruna que azotaba la ciudad de Kolberg, el Rey de Prusia Federico II, envió un cargamento de patatas que los habitantes de aquel lugar rechazaron debido al miedo que aún existía respecto al pobre tubérculo. Por lo visto muchos preferían morir de hambre antes que darle un mordisco a aquella insolente pecaminosa surgida de las entrañas de la tierra, hasta el punto de que el monarca se vio en la tesitura de tener que enviar soldados para obligar al pueblo a comerse las papas.
Fueron necesarios casi dos siglos para que las mentes más cerradas aceptaran el uso de la patata y aun así, quien piense que estos malos hábitos y supersticiones se quedaron atrás, se equivoca.
En nuestros días, actitudes tan irracionales como las aquí relatadas se repiten con nuevos productos. Un buen ejemplo de ello es el apaleamiento injustificado que están sufriendo los llamados alimentos transgénicos, conocidos como OMG, siglas de los organismos modificados genéticamente.
El desconocimiento de las nuevas vías de progreso actual es realmente abrumador. Un desconocimiento que siempre es el primer paso hacia el miedo innecesario… y como se pueden imaginar, el segundo escalón de esa escalera es la superchería.
Cualquier novedad, cualquier nuevo aporte, cualquier nuevo avance es siempre mirado con desconfianza por algunos sectores de la sociedad. Lo que ocurre es que en los tiempos que corren, donde se descubren nuevas técnicas y desarrollos tecnológicos casi a diario, los resultados de estos miedos están alcanzando cotas casi surrealistas.
Estamos asistiendo a brotes de sarampión, una enfermedad que gracias a la medicina moderna ya había sido casi relegada al olvido, y todo porque algunos padres inconscientes se dejan llevar por los miedos estúpidos de unos grupos antivacunas con planteamientos medievales. Con las más absurdas convicciones surgen, como setas, colectivos antiantenas que están a un paso de convencernos a todos de colocarnos un capirucho de aluminio en la cabeza que nos proteja de las malvadas ondas invisibles procedentes de las wi-fi. Retorciendo cualquier indicio de racionalidad aparecen iluminados que nos llaman a abandonar todo tipo de tecnología porque nos provocará las enfermedades más dolorosas que se puedan imaginar. Desde el más ridículo y trasnochado concepto de ecolo-espiritismo-fengshui se alzan voces quejándose de que los tomates ya no saben como antes por culpa de los transgénicos, por supuesto, sin saber que no existen tomates transgénicos en el mercado.
Viejos miedos aplicados a nuevos medios. Un encejado y simplista afán de querer vivir en el pasado como si allí se estuviera más seguro que aquí, como si aquellos lejanos días en los que la gente se moría a los 40 años de unas fiebres fueran más saludables que los actuales. Un empeño, tan nostálgico como poco razonado, de querer volver a la antigüedad, donde todo era maravillosamente simple y natural, olvidando eso sí, que cualquiera de nuestras abuelas soñaba en realidad con tener una lavadora automática en lugar de sabañones en las rodillas por lavar en el rio.
Hay gente que opina que antes todo era mejor, pero no especifican hace cuanto… quizá no se conformen hasta que volvamos a la edad de piedra, quizá allí sean felices sin ondas malvadas, ni wifis, ni vacunas… ni patatas.
Éste artículo corresponde a la sección «Desde la cubierta del Beagle«, mi colaboración semanal con el periódico Diario de Avisos y su sección de ciencia Principia.
Además aprovecho para recomendar la imprescindible lectura del libro de JM Mulet «Los productos naturales… vaya timo!» en el que, con un estilo directo, ameno y lleno de anécdotas y buenos ejemplos, nos detalla todos los malentendidos y supercherías que existen alrededor de estos productos.
Por último, y resumiendo el espíritu de este artículo os dejo una TED realmente esclarecedora a cargo de un viejo conocido de la Aldea Irreductible, Hans Rosling, con una charla titulada: «La magia de una lavadora»… no se os ocurra perdérosla