Los que me conocéis ya sabéis lo crítico que soy (cuando creo que hay que serlo) con la televisión que nos lanzan los iluminados encargados de programar lo que tenemos que ver. Culebrones, salsas rosas, amarillismo en estado crudo, telediarios con un despliegue de crónica negra y sucesos más cercana al «Caso» que a un espacio de información… Telebasura en una palabra.
Pero hay un momento televisivo en el que particularmente, y de manera personal, siento como propio ese curioso concepto llamado «verguenza ajena». Sí, ese extraño sentimiento por el que te sonrojas por algo que no haces tú, sino una otra persona… Ese minuto que seguro habéis pasado y en el que comenzáis a pedir por favor que alguien cambie el canal, que lo cambie rápido que no queréis ver eso… Un hormigueo en el estómago… un quita eso, quita eso, quita eso por lo que más quieras, quítalo… yo lo llamo «El hormiguero».
Ya les empezé a tomar manía con la cagada (con mayúsculas) de reirse del problema de la contaminación lumínica. Unas gracietas que levantaron bastantes llagas entre la gente con algo de sentido común o por lo menos con un poco de cerebro.
Ni puta gracia. Aun así, el programa y su estúpida visión del científico chalado en forma de Flippy o Floppy o un nombre de delfín parecido, siguió haciendo el ridículo todas las semanas puntual a su cita. Con Pablo Motos al frente, y nunca mejor dicho, porque el 70% del programa consiste en ver a este hombre frente a la cámara, en el Hormiguero no quieren hacer el ridículo solos, le gusta que los que van allí también lo hagan.
Clara muestra de esta vergonzosa estampa me la envía hoy mismo un lector irreductible, Pablo Dios, en forma de video-entrevista en la que un actor estadounidense relata ese hormigueo que sintió al verse ridiculizado en el programa español… Ahí os lo dejo.