El hombre siempre ha soñado con descender al fondo del mar, una atracción impulsada principalmente por los deseos de explotar sus riquezas, por su afán de conquistar los fondos marinos o por la simple curiosidad de explorar.
A lo largo de la Historia el hombre ha ido descubriendo y perfeccionando, a base de coraje, determinación e ingenio, distintos artilugios que le han permitido mantenerse el mayor tiempo posible bajo el agua, convirtiendo así en realidad sus ansias de exploración.
Los hallazgos arqueológicos de los años 4.500 a 1.500 a.d.C. de ornamentos de nácar en Asia Menor y Egipto, y de joyas con incrustaciones de perlas en Babilonia y Tebas, nos indican que el hombre ya participaba en el buceo, por lo menos como una forma de recolección de objetos suntuarios para su comercio.
Los escritos de Homero (s.VIII a.d.C.) ya mencionaban que los antiguos buceadores griegos se sumergían hasta una profundidad de 30 metros, lastrados por una pesada roca, y Plinio el Viejo (s. I d.C.), en su “Historia Natural” contaba que llevaban en la boca una esponja empapada en aceite, aceite que iban soltando lentamente mientras buceaban, y que se extendía ante los ojos del buceador, modificando el índice de refracción del agua y mejorando así la visión submarina.
Pero la primera imagen de los intentos del hombre por sumergirse en el mar la encontramos en un bajorrelieve del año 880 a.d.C. en el que se aprecia al rey persa Assurbanipal II buceando y provisto de una especie de saco respirador del que sale una boquilla.
Entre otras referencias, el historiador griego Tucídides (460 a.d.C.) en su tratado “Historia de la guerra del Peloponeso” relata que en el asedio de Siracusa por los griegos, sus buceadores se sumergieron para eliminar los obstáculos submarinos del puerto, permitiendo así el paso de las naves.
Tucídides también nos cuenta el aprovisionamiento de víveres por vía submarina a los espartanos, cuando se encontraban sitiados por los atenienses en la isla de Esfacteria.
Aristóteles (384 a.d.C.) en su obra “Problemata” describía varios aparatos de inmersión.
Según relatos de Quinto Cursio, Alejandro Magno (356 a.d.C.) utilizó buzos (denominados Kolymboi) en el asedio de la ciudad de Tiro (Líbano). Incluso el propio Alejandro hizo varias inmersiones en una especie de campana de cristal que se sumergía en el agua.
Ya en el renacimiento, Leonardo Da Vinci diseñó el primer aparato de respiración autónomo en su “Codex Atlanticus” (1.490).
Se trataba de unos bocetos donde aparecían unos guantes palmeados, unas aletas natatorias (aunque para las manos, y no para los pies) y una caperuza de cuero que cubría la cabeza y el cuello del buceador, en la que colocó, a la altura de la boca, un tubo respirador muy parecido a los actuales. Fruto del temor en aquella época a las “bestias marinas”, dotó a la caperuza de afiladas púas a su alrededor.
El traje de buceo estaba hecho de cuero, y el tubo, fabricado con cañas, se conectaba a una campana que flotaba en la superficie. Da Vinci, preocupado por la contaminación por “vertidos tóxicos” al mar, incluyó una pequeña bolsa para que el submarinista pudiera…. hacer sus necesidades.
Poco a poco fueron apareciendo respuestas a la pregunta ¿Cómo permanecer más tiempo en el agua?
En 1535, Gugliemo de Loreno desarrolló la que se consideró la verdadera campana de buceo, consiguiendo completar una hora de inmersión.
En 1616, Frank Kessler inventa, sobre la base de la campana de Loreno, la campana de observación, con una forma que permitía caminar por el fondo marino a la vez que lo exploraba.
En 1677 se utilizaba la “Campana de Cadaqués” para recuperar oro de los barcos hundidos.
En 1680, Borelli diseñó lo que pudiera ser la antecesora de la actual escafandra. Se trataba de una enorme bolsa de cuero donde el buzo podía transportar su provisión de aire, introducida con un émbolo. La cabeza debía meterse en la bolsa, que llevaba una ventanilla, y para los pies había unas aletas en forma de garras, para adherirse al fondo del mar. Posiblemente, este aparato nunca llegó a emplearse.
La construcción de campanas mejoró a fines del siglo XVII, sobre todo cuando se logró comprender que el aire de su interior debía renovarse. Este descubrimiento fue aprovechado por el famoso astrónomo inglés Edmond Halley en 1690, quien logró introducir aire desde el exterior a través de un tubo conectado a unos barriles.
En 1715, John Lethbridge construyó el primer traje de buceo cerrado. El agua entraba a partir de los 22 metros pero, a pesar de ello, fue todo un éxito.
Los adelantos se suceden, en 1828 los hermanos Deane crearon un casco de buceo que se acoplaba al traje con correas. Años después, Augustus Siebe selló el casco de los hermanos Deane a un traje de goma hermético.
En 1865 se patentó un aparato para la respiración subacuática. Consistía en un tanque de acero con aire comprimido, colocado horizontalmente en la parte posterior del buzo y conectado con una válvula dispuesta a una boquilla.
Los estudios e investigaciones posteriores sobre oxígeno comprimido, helio-oxígeno y descompresión, el uso común de aletas, gafas y tubos de buceo, y las pruebas practicadas por las marinas de guerra de distintos países, sobre todo Estados Unidos, hicieron que, a partir de 1930, y hasta nuestros tiempos, se avanzara definitivamente en las técnicas de buceo y en la moderna exploración submarina.
La galería de hoy está dedicada a aquellos primeros pensadores e inventores, a los que tanto debemos, auténticos pioneros de la ciencia que, gracias al desarrollo de sus primitivos artilugios, han hecho realidad el fascinante sueño del hombre de descender al fondo del mar y de poderse mover libremente en el agua.
Y termino con una cita del genio entre los genios, Leonardo Da Vinci, sobre la relación del hombre con el mundo submarino:
“Hay mucha malevolencia en el corazón de los hombres como para confiarles el secreto de la exploración submarina; no dudarían en llevar el asesinato a los abismos del mar.”