El Sísifo de Auld Reekie

Por Irreductible, el 14 febrero, 2019. Categoría(s): articulo opinion • historia

Este artículo fue publicado originalmente en la Revista Hipótesis, un magazine de divulgación científica, con una cuidada selección de firmas y un espectacular diseño gráfico, realizado por la Universidad de la Laguna y que ofrece todos sus números de manera gratuita a través de una aplicación para móvil y tablet. Puedes descargar todos los números y artículos, sin ningún coste, con solo descargarte la aplicación. 

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Una de mis tareas dentro de Hipótesis es escribir un artículo sobre expediciones y aventuras científicas relacionadas con Canarias. Este que aquí os dejo fue el segundo de los artículos que he escrito y que se publicó en el número 02 de la Revista (podéis encontrar más artículos en el resto de números).

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El Sísifo de Auld Reekie

Paseando por Royal Mile, la gran arteria que transcurre desde el castillo de Edimburgo hasta el Palacio de Holyrood, uno no puede dejar de sentir la centenaria historia a cada paso. Edificios de piedra ennegrecida por el tiempo se suceden a lo largo de la milla escocesa, un par de torres acabadas en finas agujas a lo lejos, y bajo tus pies, el suelo oscuro y resbaladizo por el rocío de la mañana. Desde los tiempos romanos de Caledonia, hasta las brumosas eras medievales, la ciudad ha mantenido, elegante, un halo épico que nos evoca batallas a caballo con William Wallace al frente de la indomable resistencia de Alba.

Pero aunque persistente, ese espíritu verde de campiña y pinos, se encuentra desdibujado por la verdadera protagonista de Edimburgo: la Revolución Industrial. En el siglo XIX, la rivera del Clyde se llenó de astilleros, fábricas y calderas. Las calles se cubrieron de ceniza flotante, humo y los ladrillos de las casas cambiaron el marrón anaranjado por el gris. Aún hoy, el nombre popular de Edimburgo sigue siendo Auld Reekie, la vieja chimenea.

Auld Reekie, del frontis del libro de Morton, H. V.: “In Search of Scotland” (1929). Nota del autor Morton: Auld Reekie, or Edinburgh; in the distance the castle, but everywhere there is smoke.

Edimburgo, la vieja chimenea de Escocia, con su espesa niebla, con sus oscuros y pesados cielos, envuelta por humo y cenizas de las fábricas… definitivamente, era el peor lugar del mundo para un astrónomo. Frustración, rabia y desesperación. Una mezcla de estos sentimientos es lo que debía sentir Charles Piazzy Smyth, apostado durante horas en el modesto observatorio de Calton Hill, luchando por captar la luz de apenas un puñado de estrellas atrapadas por la telaraña de humo y ceniza de la vieja Edimburgo. Como un Sísifo moderno empujando su piedra, noche tras noche, Smyth subía sin descanso la colina hasta el Observatorio, se adentraba en aquel edificio de inspiración griega y peleaba contra la tozuda Auld Reekie desde la cúpula.

La solución a su problema estaba clara: buscar cielos más limpios y, a ser posible, observar las estrellas desde un lugar más alto. Y resulta paradójico descubrir que nadie lo había intentado antes… colocar un telescopio en una montaña. Parece lógico, pero en esas fechas, en la década de 1850, aún nadie lo había hecho.

Y aún resulta más sorprendente saber que, ya en 1704, el gran genio de la física sugería esa misma idea en su obra Optiks, un tratado de las reflexiones, refracciones, inflexiones y colores de la luz. En el libro tercero de ese Optiks, Newton deja impresos algunos de sus pensamientos sobre diferentes aspectos de la luz y hace referencia a la posibilidad de construir telescopios en lo alto de montañas, por encima de las nubes, para evitar que la atmósfera altere las observaciones. Hicieron falta más de ciento cincuenta años desde que Newton propuso la idea hasta que un tozudo escocés decidiera llevarla a cabo por primera vez.

Piazzy Smyth se decidió por Tenerife y su gran pico Teide. La siguiente gran piedra que debería soportar nuestro aguerrido Sísifo sería la de encontrar financiación. Durante toda la historia, ni las olas del océano más bravo, ni la incertidumbre ante lo desconocido, ni las sofocantes arenas de un remoto desierto, ni siquiera las agresivas tribus de una selva inexplorada pueden compararse a la odisea de encontrar dinero para sufragar los gastos de una expedición.

Cuatrocientas libras de la Royal Society, el Titania, un barco prestado por un diputado del Parlamento británico, algunos ahorros de su entregada prometida Jessie Anne Duncan, una donación del noble inglés Mr. Charles Wood, algo más recaudado por la Royal Astronomical, la British Association, apoyo (más moral que económico) de la Royal Army, el telescopio ecuatorial cedido por Mr. Pattinson, astrónomo real de Newcastle, otro telescopio prestado por la benefactora Anne Sheepshanks… cualquier empujón era bueno para llevar a cabo sus planes.

El 08 de julio de 1856, la comitiva inglesa desembarca en Santa Cruz de Tenerife subiendo los ocho peldaños de sillería de “los platillos” en el muelle Sur. El Titania seguiría rumbo a la Orotava donde desembarcaría todo el instrumental, mientras que Smyth  y su ahora esposa Jessie Anne eran recibidos por un puñado de autoridades canarias junto con el Cónsul británico en el Archipiélago.

Sísifo volvía a empujar su pesada piedra por las laderas de una montaña, pero esta vez era diferente, esta vez conseguiría plantarse cara a cara con las estrellas y decirles desde lo alto: os veo. El 14 de julio cargan todo el instrumental en mulas e inician la ascensión desde el valle de la Orotava. En la montaña de Guajara se establece la primera estación de observación, y finalmente, la segunda base en el lugar donde hoy se encuentra el refugio de Altavista, a 3350 metros de altura.

Charles Piazzy Smyth junto al Telescopio donado por Anne Sheepshanks en el pico Teide (1856)

La noche en las laderas del Teide a mediados del siglo XIX no se parecía en nada a las brumosas tinieblas de Auld Reekie. Como grandes faroles colgados de la gran bóveda celeste, Smyth podía estudiar más estrellas en una sola jornada que en una vida entera en Calton Hill.

Un astrónomo feliz. Un curioso e ilusionado Smyth, después de más de dos meses acampado en el Teide junto a sus telescopios, escribía a sus generosos benefactores explicando los logros astronómicos: “Muchas observaciones notables he podido adquirir por este medio y todo lo he conseguido sin tropiezos ni contratiempos”.

Ya en el barco, de vuelta a su sombría y vieja chimenea, con el Teide alejándose desde la cubierta del Titania, Smyth escribe: “cuando la noche cae y nuestra última visión del Pico permanece aún alta en el cielo, nos preguntamos por cuánto tiempo el mundo ilustrado retrasará la instalación allí de una estación que tanto promete para el mejor avance de la más sublime de las Ciencias.”

Parece que las buenas ideas en ciencia siempre tardan en realizarse. Al igual que la hipótesis de Newton tuvo que esperar más de un siglo hasta convertirse en realidad, la última propuesta de Smyth también tardó más de cien años… en 1964, la Universidad de la Laguna conseguía instalar el primer telescopio profesional en el Teide, germen de lo que en ya 1985 terminaría siendo el IAC y las magníficas instalaciones que hoy todos conocemos.