Ninguna multinacional tiene tantas sucursales, ninguna empresa engloba tanto personal a su cargo y ningún holding ha podido sacar al mercado un producto más rentable. Jamás ha existido un negocio tan beneficioso y duradero a pesar de haber demostrado con el paso del tiempo estar tan radicalmente equivocado en sus afirmaciones. Es el sueño dorado de cualquier empresario: crecer sin límite sin que ninguno de tus errores detenga tu prosperidad.
El trascurrir de los siglos, el avance del conocimiento o el descubrimiento de toda una pléyade de evidencias en su contra apenas han servido para arañar levemente el descompensado poder que aún ostenta la religión si tenemos en cuenta el total de ocasiones que ha errado en sus convicciones. Al parecer somos tremendamente comprensivos con los errores divinos mientras que cargamos de inmediato la bayoneta con los deslices humanos.
Y el truco de esta asombrosa longevidad y rentabilidad es simple, laborioso sí, pero simple… convencer al personal de que existen dos realidades: la terrenal y la celestial. Lo físico y lo metafísico. El conocimiento humano, racional, deductivo, científico de todo lo que te rodea, y los misteriosos e insondables caminos del Señor. Mi reino no es de este mundo, decía la segunda de las tres partes unitarias del mayor pleonasmo inventado por el hombre.
Un ímprobo y continuado trabajo que, llevado a cabo durante algunos milenios, nos presenta un cosmos roto, quebrado, partido en dos, en el que una mitad es observable, tangible, medible y finalmente comprensible, mientras que la otra mitad, revelada desde un trono superior, tan solo existe mediante el esforzado empeño de creer en ella.
A esta tozudez en ignorar las evidencias, a ese costoso empecinamiento en olvidar la realidad, a esa tenaz obstinación en pasar por alto el conjunto de conocimientos, experiencias y datos del mundo real, es a lo que algunos ensalzan y llaman fe. Un empeño que en ocasiones roza la cabezonería y que, inexplicablemente, se ha conseguido vestir de virtud… cuanto más olvidas lo abrumadoramente improbable que es esa realidad divina, más virtuoso eres.
Una herramienta poderosa capaz de convencer a tíos grandes como camiones de que le esperan ríos de leche y miel a su llegada al paraíso. Una venda en los ojos que te invita a obviar esos pequeños inconvenientes que presenta lo que algunos llamamos realidad, con la promesa de grandes intereses en «preferentes» a cobrar cuando llegues al cielo.
No seré yo quien juzgue a cada cual su capacidad de endeudarse en esta vida para cobrar los réditos de su rendición terrenal en una más que improbable secuela rodeado de nubes blancas cual queso philadelphia y querubines de hermosos carrillos tocando arpas. Allá cada cual con sus creencias irracionales y su derecho a dirigir su vida personal de acuerdo con las rancias normas de unos pastores nómadas de hace tres milenios.
Sin embargo, el lio se monta cuando una religión no sólo se contenta con invitarte a ignorar el mundo real sino que, dando un paso al frente, se presenta voluntaria para explicártelo.
Es aquí cuando aparecen absurdos elefantes sosteniendo mundos planos sobre infinitas tortugas, jerarquías de ángeles y arcángeles luchando con espadas de fuego, hombres creados con barro y mujeres sacadas de costillas ajenas.
Una sabiduría divina que, revelada mediante ciencia infusa, desciende del Olimpo para explicar y ordenar el mundo humano pero que, a poco que se piense, descansa sobre unas bases realmente endebles. Tras adjetivos tan sonoros como ubicuo, omnisciente, omnipotente, se esconde un gigante con pies de barro. Un débil equilibrio de naipes que se viene abajo, no ya con un simple soplido, sino a veces con una sola mirada.
Una mirada curiosa, para muchos impertinentemente curiosa. Una mirada reflexiva y crítica hacia lo que nos rodea. Una mirada como la de James Hutton, el geólogo que derrumbó el milenario mito de la creación solamente observando unas piedras.
Dejar la mente despierta, paciencia y algunas llagas en el culo, producidas por la silla de montar tras muchos kilómetros a caballo desde su granja hasta Siccar Point, fue lo único que el escocés necesitó para desmontar las verdades reveladas del libro sagrado.
No es muy difícil derribar este castillo divino. No requiere tener una mente privilegiada, no hace falta ser experto en física cuántica, ni siquiera es obligatorio saber mucho sobre ciencia. Tan sólo es necesaria la voluntad de hacerse preguntas, algo intrínsecamente contrario a lo que significa la fe.
Algo tan sencillo y a la vez tan imposible para muchos que, a pesar de ver caer tanta arquitectura construida en el aire, se obstinan en seguir haciendo suyas las palabras que el Papa León XIII anunciaba a los cuatro vientos en 1893:
Todos estos libros que la Iglesia considera sagrados y canónicos fueron escritos con la inspiración del Espíritu Santo. Y no admitimos la existencia de errores en ellos porque la inspiración divina excluye por sí misma todo error, además de ser cuestión necesaria pues Dios es la Verdad Suprema y es incapaz de enseñar error alguno.
Esta aplastante seguridad con la que se mostraba la Iglesia a finales del siglo XIX no era más que la respuesta a un enemigo desconocido para ellos y que a estas alturas ya era casi imparable: los movimientos científicos, materialistas y racionalistas que habían surgido dos siglos antes con naturalistas como Lamarck, Darwin, Wallace o Linneo; una amenaza que posteriormente se vio aumentada con el nacimiento de figuras claramente enfrentadas a sus postulados más generales como Holbach, Diderot, de La Mettrie o Laplace, y finalmente empeorada con personajes directamente atacantes como Feuerbach, Engels, Nietzche o Marx.
El camino iniciado por los naturalistas se enfrentaba (muchas veces sin querer, como en el caso de Darwin) a los férreos dogmas de la religión, y en estos momentos las altas esferas eclesiales se encontraban con un adversario con el que no contaban: la realidad desvelada desde un incipiente método científico.
Hasta este momento la Iglesia había tenido numerosos enemigos. Herejías que no aceptaban su camino pero que no invalidaban la acción de dios en el mundo. Representaban solamente divergencias puntuales a las que en la mayoría de los casos se podía hacer frente con los métodos medievales que tan buenos resultados habían ofrecido desde 1184.
Pero esto era diferente. El nuevo enemigo no buscaba la escisión como lo hicieron antaño arrianos, albigenses, luteranos, jansenistas, pelagianistas y un largo y herético etcétera; ahora se enfrentaban al mundo real, un mundo nuevo y contrario a lo escrito en las ya desgastadas y milenarias hojas sagradas… un mundo heliocéntrico por obra y gracia de Copérnico, observable a través del telescopio por el que se atrevió a mirar por primera vez Galileo, antigüo mediante la formación geológica de Hutton, cambiante y en constante evolución por los viajes de Wallace y Darwin.
Las cómodas respuestas a las grandes incógnitas del hombre, que descansaban hasta entonces en la siempre socorrida palabra de dios, comenzaban a tambalearse por culpa de corrientes de pensamientto que se alejaban de los insondables caminos divinos y comenzaban a encontrar soluciones basadas en algo peligroso: las teorías, los datos, la desnuda evidencia en forma de fósiles, de piedras, de números, de fórmulas y ecuaciones que se adecuaban a la realidad… la puñetera realidad.
La postura de la Iglesia tuvo que ser modificada… los tiempos de la inquisición habían pasado y lo de quemar herejes ya no estaba de moda. Ante el ataque de la ciencia, la lógica y la evidencia, el paso que se eligió fue el de excomulgar y reafirmar. Excomunión para el modernismo teológico y contundente afirmación de los principios divinos revelados en los sagrados textos.
Son tan sólidos los principios de la fe católica y tan en armonía con las exigencias de la lógica, que son más que suficientes para convencer al entendimiento más exigente y a la voluntad más rebelde y obstinada. (Encíclica Aeterni Patris)
Frente a la razón y el avance de las causas materiales del mundo, la Iglesia se mantuvo durante varios siglos en sus trece sin mover ni un ápice sus postulados a pesar de los nuevos descubrimientos y teorías científicas.
Una terquedad y estancamiento postular que se saldó con numerosos ridículos como el de aceptar que Galileo tenía razón en el sonrojante año 1982, y después de haber estado debatiéndolo desde 1979.
Para ir más allá de esta toma de posición del Concilio, deseo que teólogos, sabios e historiadores, animados de espíritu de colaboración sincera, examinar a fondo el caso de Galileo y, reconociendo lealmente los desaciertos vengan de 1a parte que vinieren, hagan desaparecer los recelos que aquel asunto todavía suscita en muchos espíritus contra la concordia provechosa entre ciencia y fe, entre Iglesia y mundo. Doy todo mi apoyo a esta tarea, que podrá hacer honor a la verdad de la fe y de la ciencia y abrir la puerta a futuras colaboraciones. Discurso de S.S. Juan Pablo II a la Pontificia Academia de las Ciencias (Octubre, 1979)
Sin embargo, estas tardías concesiones a la racionalidad y a la ciencia, no son más que parodias de sí mismas puesto que van seguidas de los mismos dogmas milenarios insertos en los escritos sagrados. No hay razonamiento posterior, se quedan en la superficie… decir (en 1982) que probablemente Galileo tenía razón, que se pasaron un pelín con el astrónomo de Pisa y que la Tierra parece que finalmente gira alrededor del Sol, nunca fue acompañado de una mirada crítica hacia otras posibles fallas en sus creencias.
Supongamos que pudiésemos revivir a un cristiano culto del siglo XIV. Demostraría ser un completo ignorante en todo lo que no fuesen asuntos de su fe. Todo lo que creyese saber de geografía, astronomía o medicina avergonzaría hasta a un niño, pero sabría a la perfección más o menos todo lo hoy se sigue afirmando de dios. Sam Harris (El fin de la fe)
La moderación religiosa de las últimas décadas no es más que una nueva estrategia, un nuevo paso defensivo ante la apisonadora en la que se ha convertido el avance del conocimiento humano.
Durante la conmemoración del bicentenario del nacimiento de Charles Darwin en febrero de 2009 tuve la suerte de asistir a un ciclo de conferencias sobre el naturalista británico en la Biblioteca de la Junta en Granada. En una de estas charlas, perdón pero no recuerdo el su nombre, el conferenciante hizo una breve referencia a los creacionistas (en un sentido amplio de la palabra) diciendo que, irónicamente, es uno de los colectivos que más ha evolucionado en los últimos tiempos.
Siendo sinceros, mantener con la categórica firmeza de León XIII hace algo más de un siglo los postulados religiosos sobre el origen del universo, de la tierra o del hombre, se hace hoy más que imposible. La llegada del hombre a la Luna, los telescopios espaciales, las sondas orbitando Saturno, el diabólico invento de internet o la mecánica cuántica funcionando frente a tus narices en unos aparatitos mágicos propiedad de un nuevo aunque también santificado Job, convierten hoy en día en insostenibles las antiguas y trasnochadas afirmaciones mitológicas de las religiones.
Explicar el Universo con herramientas de la Edad de Piedra se ha convertido en un serio problema para los antaño sabios doctores de la Iglesia que se han visto vapuleados por esos incómodos señores de bata blanca que andan de aquí a allá colisionando partículas, desencriptando el código de nuestros genes, escrutando los primeros segundos del Universo… empeñados en la desagradable tarea de abrir la cripta misteriosa de las respuestas y fisgonear en las tripas del arbol del conocimiento… aquello que primero se nos prohibió.
Y ¿qué hacer ante esta avalancha? Cambiar de nuevo nuestras trincheras, hermano. La Iglesia vuelve a modificar sus planteamientos y la estrategia ahora es moderación, adaptación y reducción.
No se puede hacer mucho contra algo que funciona. Lo de curar enfermedades, desarrollar aparatos capaces de hacer volar a la gente, comunicarnos inalámbricamente desde los más recónditos lugares o construir cristales antibalas para proteger al Santo Padre, son cosas que, lo quieras o no, se han demostrado más efectivas que rezar seis padrenuestros… no hay otra solución que moderar las afirmaciones divinas, modular la palabra de dios, hacerla más suave y hacer hincapié en el lado espiritual… la batalla por el mundo real está perdida, aprovechemos los milenios de experiencia y buen trabajo realizado y vendamos la otra parte del cosmos que durante todo este tiempo hemos inventado.
Moderación. Ya casi nadie puede creer en un Cosmos creado en seis días, en un hombre modelado en barro, en ángeles llevándose en volandas hacia el cielo a … La posición de «esto es la Verdad Absoluta» que rotundamente afirmaba el Papa de finales del siglo XIX se ha ido suavizando y lo que antes era literal e imposible de contener error, ahora son ejemplos aproximados y metáforas de las que aprender una idea.
Adaptación. La Iglesia se ha enfrentado a todas las ideas científicas que suponían una mínima duda a sus intereses pero ha saltado de alegría adoptando como propias las que le beneficiaban.
Si las hipótesis científicas se oponen directa o indirectamente a la doctrina revelada por Dios, entonces sus postulados no pueden admitirse en modo alguno. Punto 28. Encíclica Humani generis
El ejemplo más claro y reciente fue la invitación a Stephen Hawking por parte del Vaticano para que les explicara con más detenimiento el Big Bang… evidentemente, la existencia de una teoría así es vista con buenos ojos ya que pone un inicio al Universo que puede ser maleable e interpretable como un acto de creación… perdón, de Creación.
De esta curiosa evolución en los postulados religiosos han surgido numerosas ramificaciones entre las que destaca la del diseño inteligente.
La cuestión, como no podía ser de otra manera, es simple. Se evita un enfrentamiento con la ciencia y se afirma que tras los descubrimientos y avances se encuentra un creador divino. El ejemplo del relojero al que Dawkins hace referencia en su libro es el más común, pero existen otros similares como el arquitecto o el pintor.
A Dios no lo podemos ver, ciertamente, con los ojos del cuerpo, pero sí podemos contemplar sus obras. Así como por vista de un cuadro deducimos la existencia del pintor, cuya es la obra -puesto que la existencia del efecto supone la existencia de la causa que lo produjo-, así también podemos remontarnos de los seres creados al Creador, causa primera de todo cuanto existe. Padre P.A.Hillarie (La Religión Demostrada, año 1900)
Un argumento largamente utilizado, el ejemplo de arriba corresponde a un texto de principios del siglo XX, y que se adapta a la perfección a los nuevos retos que la ciencia suponía para la religión.
Reducción. El saber que un conocimiento total, completo y absoluto de este Universo y las leyes que lo rigen es imposible por muy avanzada que sea nuestra ciencia, representa una gran oportunidad para insertar a dios en las lagunas que van quedando.
Es lo que se ha denominado «God of the gaps«, el dios de las rendijas, la última y más peligrosa de las estrategias teológicas: Allí donde no llega la ciencia, allí se encuentra dios.
Entre ataques velados a la soberbia de la ciencia, despunta esta corriente de pensamiento religioso que aprovecha las rendijas y huecos del conocimiento humano para colar la existencia de su ser divino.
El ejemplo más claro de este dios tras las rendijas de la ciencia lo hemos visto hace apenas unas semanas cuando, tras el descubrimiento del bosón de Higgs, el canciller de la Pontificia Academia de las Ciencias del Vaticano declaraba que «detrás de la partícula divina se encuentra dios«.
Es una estrategia interesante puesto que siempre se podrá colocar una mano divina tras cualquier descubrimiento científico. Detrás de la evolución se puede insertar una presencia invisible que la guía de acuerdo con un diseño inteligente, detrás de cada minúscula partícula acelerada, colisionada y finalmente descubierta siempre se podrá situar un ente sagrado que la creó en un principio.
No obstante, y como adelanté hace unos párrafos, es una estrategia peligrosa pues hace cada vez más pequeño al dios que antes era omnipresente, eterno y todopoderoso.
Depender del avance de la ciencia y la razón para ir colando a dios en las rendijas del conocimiento que vayan quedando, no es buena idea. Como un pequeño duende que se esconde entre los huecos que permanecen a oscuras, apartado de la curiosa luz de esos incómodos hombres de bata blanca, como un ratón acorralado que, escurridizo, se va ocultando como puede en los agujeros que van quedando libres…
El «God of the gaps» es un dios oscuro y resbaladizo, que va saltando de hueco en hueco al ritmo impuesto por la inexorable marcha del conocimiento, un dios acorralado y huidizo al que solo le queda refugiarse en las lagunas de la ciencia, en la ignorancia presente pero condenado a volver a saltar cuando esa ignorancia se convierta en descubrimiento.
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