Hace un par de meses, Guillermo nos traía a la Aldea la optimista historia del piloto Gail Halvorsen y sus vuelos sobre Berlín lanzando caramelos durante la segunda guerra Mundial. A mi se me encendió la vieja neurona que me queda y me puse a pensar… ¿dónde he leído yo otra anécdota curiosa con caramelos en la segunda guerra mundial?
Después de darle muchas vueltas pude recordar el fantástico libro de C. W. Ceram «Dioses, tumbas y sabios» y finalmente la encontré.
Estoy convencido de que todos conocéis la historia de Heinrich Schliemann, aquel joven alemán que, desde su niñez, quedó prendado con la lectura de la Iliada, el clásico de Homero y que dedicó toda su vida a buscar los restos de la ciudad de Troya.
A pesar de haber nacido en un ambiente humilde, Schliemann consiguió amasar una considerable fortuna gracias a sus habilidades con los idiomas y su buena visión para los negocios y la banca. Sus recursos llegaron a tal punto que un buen día decidió que ya era lo suficientemente rico como para dedicarse a lo que realmente le apasionaba: La arqueología.
Y lo consiguió, vaya si lo consiguió. Aunque eso sí, al principio Schliemann entró como elefante en cacharrería con sus excavaciones puesto que, a parte de su afición, el prusiano no contaba con los conocimientos necesarios y causó numerosos destrozos en las estratificaciones de los yacimientos.
Sin embargo, al Cesar lo que es del Cesar. Heinrich Schlieman consiguió lo que casi todos creían imposible: encontrar los restos de lo que hasta aquel entonces se consideraba una ciudad meramente literaria… Troya.
Supuesto tesoro de Príamo encontrado por Schlieman | Dominio Público |
Schliemann murió en 1890 y su legado, que había ido atesorando como un cuco escondiéndolo de multitud de autoridades, terminó disperso por diferentes museos e instituciones como el Museo de Prehistoria de Berlín en donde se guardaron hasta el final de la Primera Guerra Mundial importantes piezas procedentes de su colección privada extraída de Troya.
Pero la llegada de la segunda Guerra Mundial y sus terribles bombardeos lo iban a cambiar todo.
Para salvaguardar el tesoro de Troya sus responsables se apresuraron a distribuirlo y guardarlo en los lugares más seguros que pudieron encontrar.
El conocido como «tesoro de Príamo» llegó en primer lugar al Banco Nacional de Prusia del que tuvo que ser trasladado por la presión de los obuses enemigos hacia el refugio antiaéreo del Zoológico de Berlín, al menos hasta que ambas localizaciones fueron destruidas.
Es en este punto donde las aventuras del tesoro procedente de Troya se vuelven brumosas puesto que comienzan a dispersarse, mientras fuera las bombas arrecian y la guerra se vuelve cada vez más complicada para Alemania.
Se sabe que la mayoría de las piezas de cerámica se distribuyeron principalmente en tres lugares: Schönebeck an der Elbe, el castillo de Petruschen de Breslau y el castillo de Lebus.
Una división que, tras el paso del tiempo, no parece que fuera buena idea puesto que los objetos guardados en Schönebeck se perdieron todos, los custodiados en Petruschen se perdieron cuando la región pasó a formar parte de Polonia y el castillo de Lebus fue saqueado cuando terminó la guerra.
Parecía que todo se había perdido, sin embargo poco a poco fueron saliendo a la luz algunas piezas de cerámica procedentes de la tercera localización: Lebus. La noticia de la aparición de algunos de estos objetos llegó a Berlín, más concretamente hasta los oídos de una arqueóloga de cuyo nombre, el bueno de C.W. Ceram no parece acordarse puesto que no lo cita en el libro.
Aun así, nuestra ingeniosa aunque anónima investigadora se puso en marcha y contactó con las autoridades locales para comenzar la recuperación de los preciados objetos de cerámica dispersos por la localidad. Obtuvo el permiso para trabajar en Lebus, pero no consiguió mucha ayuda.
Y es aquí donde entran en juego las golosinas y los caramelos.
Ante la poca colaboración de las autoridades, la arqueóloga compró algunos kilos de dulces y se le ocurrió pedir a los niños del pueblo que le trajesen piezas de cerámica antigüa.
Los objetos de Troya comenzaron a surgir de manos de aquellos chavales que se la entregaban a cambio de caramelos sacados de casi cualquier parte. Su pequeña estratagema funcionó de tal manera que tuvo que conseguir más caramelos, hasta 25 kilos llegó a repartir entre los improvisados arqueólogos infantiles de Lebus.
La sorpresa de la arqueóloga debió ser mayúscula cuando se enteró de que los lugareños de Lebus, desconociendo su importancia histórica, utilizaban en su vida cotidiana todas aquellas vasijas, fuentes y platos procedentes de los lejanos tiempos de los Átridas. Más aún, no solo no sabían de su valor sino que además se había ido asentando la costumbre de romper aquellas viejas ánforas y cerámicas cuando se celebraba una boda… sí, al parecer pensaban que daba buena suerte estrellarlas contra el suelo en la puerta del novio.
Y no sería la única sorpresa. Pronto descubrió que algunos chavales, sabiendo que les daba un caramelo por cada pieza de cerámica encontrada, se dedicaban a partirlas en trozos para conseguir más golosinas.
Finalmente con paciencia y una buena provisión de caramelos, a pesar de todos los contratiempos, nuestra ingeniosa arqueóloga pudo reunir gran parte de las piezas perdidas del tesoro de Príamo procedente de las excavaciones de Schliemann.
Fuentes y más información: Como digo las aventuras y desventuras de las cerámicas del Tesoro de Príamo y muchas otras historias más las podéis disfrutar en el libro de C.W.Ceram «Dioses, tumbas y sabios«. Además si queréis pasar un buen rato con la sorprendente vida de Heinrich Schlieman podéis recordar al bueno de Juan Antonio Cebrián y sus pasajes de la Historia (Aquí podéis encontrar la gran mayoría de ellos, incluído el que habla de Schlieman –mp3-)