Lavarse las manos, una obstinación que salvó muchas vidas

Por Guillermo, el 6 septiembre, 2008. Categoría(s): guillermo • historia • medicina • personajes

Vuelven a la Aldea los Personajes Irreductibles. En esta ocasión con una historia de intuición, dedicación y obstinación alrededor de una idea que, a la postre, ha salvado infinidad de vidas humanas. Una historia con un triste final digno de auténticos héroes: el sacrificio de la propia vida en favor de la de los demás.

Hacia 1840, Ignaz Semmelweis (1818-1865), estudiante húngaro de medicina, trabajaba en la clínica ginecológica más importante de Viena. Allí observó que casi una de cada tres madres moría al dar a luz, víctimas de unas extrañas fiebres llamadas “fiebres puerperales”.

Por aquel entonces, las damas de buena posición alumbraban en sus hogares y el porcentaje de afectadas por dichas fiebres era prácticamente nulo. En consecuencia, solo las mujeres más humildes (aquellas que acudían a dar a luz a los hospitales) las padecían.

Descubrir la causa de las fiebres se convirtió en una obsesión para él.

Semmelweis se dio cuenta que estas fiebres eran transmitidas por los propios médicos, que atendían a las parturientas justo después de haber estado en la sala de cadáveres (asistiendo a clases de disección) sin siquiera lavarse las manos. De esta forma, los médicos portaban algún tipo de infección de una sala a otra.

En 1857 escribió sus conclusiones, que no fueron publicadas hasta 1861, y solicitó un permiso en el hospital para que, simplemente, se instalaran unos lavabos y todos los profesionales que atendieran a las parturientas se lavaran antes las manos con agua y jabón o en una solución con agua de cloro y desinfectante. Algo tan sencillo evitaría la muerte de muchas madres.

Pero su descubrimiento chocó con los prejuicios de la sociedad médica de la época. Sus recomendaciones son ignoradas deliberadamente e incluso se adoptan medidas contrarias por parte de algunos médicos enemistados con él. Los médicos estaban ofendidos e indignados: ¡quién era él para decirles que debían lavarse las manos! ¡Menuda idea digna de un loco!

El desprecio de sus colegas y su impotencia para hacerles comprender el beneficio de sus simples medidas sanitarias le afectó tanto que su mente se fue trastornando poco a poco.

No obstante, durante sus periodos de lucidez volvió a Hungría e instaló allí su propia clínica, donde aplicó, con gran éxito, las medidas higiénicas: ninguna mujer contrajo la temida enfermedad.

Semmelweis quiso demostrar hasta su muerte que su tesis era cierta.

Y a fe que lo hizo: un día, tras practicar una autopsia, se cortó adrede en un dedo con el bisturí. Poco después moría víctima de la enfermedad contra la que había luchado toda su vida, pero con la esperanza de que ello convencería definitivamente a la comunidad médica de la necesidad de adoptar medidas higiénicas en las intervenciones quirúrgicas.

Finalmente, años después, y tras publicarse los estudios de Louis Pasteur sobre los microbios, sus tesis fueron aceptadas, así como el concepto de limpieza y asepsia como remedio para evitar las infecciones, que causaban más muertes que las propias enfermedades y heridas.

Así y aunque parezca increíble, medidas higiénicas contra las infecciones (que hoy en día nos resultan tan cotidianas en cualquier hospital) tales como lavarse las manos, el uso de batas blancas (en las que es posible detectar enseguida cualquier tipo de suciedad), hervir los instrumentos quirúrgicos, o el uso de gasas escrupulosamente limpias, no fueron formalmente adoptadas hasta la segunda mitad del siglo XIX.

Y gran parte del mérito se lo debemos a la sabia intuición, estudio, obstinación y sacrificio del buen doctor Ignaz Philipp Semmelweis.

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Por Guillermo, publicado el 6 septiembre, 2008
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