El cerebro que despertaba escuchando a los Grateful dead

Por Irreductible, el 5 diciembre, 2011. Categoría(s): cerebro • Cine • libros • musica • personajes

Corrían los prodigiosos años 60. Una década de intensos movimientos sociales, culturales, musicales. Años de cambios, años de jóvenes melenudos, humo de marihuana y metralla, ráfagas de conciencias agitadas al ritmo de guitarras eléctricas.

Tiempos de extrañas y contrapuestas mezclas… Vietnam ardiendo bajo el napalm del Eight Miles Hight de los Byrds, disturbios racistas en las calles desbordadas por la incisiva armónica del Only a Pawn in Their Game de Dylan, hippies enarbolando las flores brotadas de la psicodelia de la banda de un sargento, helicópteros AH-1 Cobra y banderas incendiarias danzando al potente ritmo de la Gibson de Clapton en Sunshine of your love

Protestas en Washington contra Vietnam, Moratorium Day, 15 de Octubre 1969

En 1967 Greg era un adolescente al que la cabeza le echaba chispas. Hasta ahora había sido un jovencito modélico, un chaval despierto y de buena familia que parecía tener marcado el camino recto hacia el típico “american way of living” que todo padre ansía para su hijo.

Greg sacaba buenas notas y estaba a punto de ingresar en una buena Universidad para comenzar sus estudios. Un joven alegre, inteligente, apuesto, con sentido del humor… y con una pasión desbordante por la música. Tocaba varios instrumentos, cantaba en un grupo y dicen incluso que no se le daba mal.

Pero al hijo perfecto, al joven bien encauzado comenzaron a surgirle dudas, inquietudes. La música de aquel tiempo le acercaba a la realidad, a la guerra, a las revoluciones… comenzaron las discusiones políticas con sus padres, los debates enconados con sus profesores, las escapadas nocturnas al Village para escuchar acid rock. Greg comenzaba su metamorfosis psicodélica de la mano de los sonidos envolventes de los Grateful Dead… sí, los Deads le encantaban. Eran su grupo favorito.

Grateful Dead

Sus padres apenas podían con él. Su rebeldía iba creciendo día a día mientras, desde su habitación, salían a todo volumen letras inconformistas y sonidos estrepitosos. Para ellos, su hijo estaba perdiendo el camino, alejándose incomprensiblemente de la vida perfecta que le tenían planeada y preocupados, iban viendo como su chaval se iba convirtiendo en poco menos que un friend of the devil.

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Al año siguiente Greg se fue de casa, dejó sus estudios y abandonó la Universidad para unirse a tantos otros melenudos en la búsqueda de la conciencia, la paz, el ácido y la música. En coloridas furgonetas atestadas de sexo, drogas y rock&roll fue deambulando de aquí para allá… trucking, trucking con sus adorados Grateful Dead sonando de fondo… just keep trucking.

Country Joe McDonald (Woodstock, 1969)

Aun así, alguna vez intentó seguir en contacto con sus padres. Esporádicamente, muy de vez en cuando, les hacía alguna visita que tampoco servía de mucho, en realidad empeoraba la situación. El hijo perfecto se había perdido.

Greg siguió su camino fuera de la ortodoxia familiar, una senda por la que discurría la música, el LSD y la experimentación. Una especie de Alicia en el País de las Maravillas persiguiendo su particular conejo blanco hasta su madriguera. Sin embargo en aquella utopia pronto se cansó de las drogas y evolucionó a la búsqueda de metas más altas.

Aquel desparrame duró unos años a los que siguió una pausa para meditar. A su vida le faltaba algo, o al menos eso pensaba Greg que creyó encontrar el elemento esencial de su puzzle en la comunidad espiritual de los Hare Krishna.

Era la época de los mantras de Harrison, del hipnotizante sitar de Shankar y de la fascinación por el misticismo oriental. Aquella filosofía pacifista, su vida en comunidad y sus doctrinas metafísicas, terminaron siendo algo realmente irresistible y Greg evolucionó cambiando sus greñas rockeras por la túnica de color azafrán.

George Harrison & Ravi Shankar

Sus padres, no obstante, no habían perdido la fe en su Greg y pensaron que quizá aquel ingreso en la secta Krishna tampoco podría resultar tan malo… con algo de suerte, toda aquella parafernalia de inciensos y paz interior podría incluso venirle bien al chaval después de tantas drogas y comunas.

Pero lo que nadie podía imaginar estaba a punto de suceder.

En 1975, y después de más de 4 años sin ver a su chaval, «papá y mamá américa» se arman de valor, preparan la maleta y viajan a Nueva Orleans donde, en un templo krishna, habían localizado a su pequeño hijo pródigo… lo que encuentran allí les iba a cambiar la vida.

En el lugar de su alegre y rebelde niño greñudo se topan con un cuerpo gordo y calvo, inanimado, sin emociones y con una sonrisa idiota en sus labios. Apenas hablaba y cuando lo hacía, mezclaba conceptos, frases y palabras sin sentido alguno. Inmóvil en una cama y con la mirada perdida en ninguna parte, el Greg contestón y guitarrero de hace unos años se había convertido en una especie de zombie rechoncho y bobalicón, medio ciego y desorientado, que a duras penas acertaba a soltar algunas palabras inconexas de vez en cuando.

Estaba claro que su hijo estaba enfermo… una enfermedad grave que la idiotez de aquellos monjes krishna había confundido con «santidad». Está alcanzando la luz, es un santo -decía uno de los swaris-, mientras su padre lo sacaba de aquel templo de estupidez.

Greg tenía un tumor cerebral que durante los últimos años se había apoderado de su cerebro y había crecido hasta alcanzar el tamaño de una naranja o un pomelo, según dijeron los médicos tras realizarle las primeras exploraciones en el Hospital.

Por suerte para nuestro protagonista, el tumor era benigno y pudieron extirparlo antes de que se llevara la vida del muchacho… sin embargo, el daño ya estaba hecho: al crecer dentro de su cabeza, aquel tumor había transformado a Greg en un vegetal viviente. Ojos sin vida, plácido, inmovil, sin emociones, con esa serenidad vacía de contenido que los krishna habían confundido con santidad.

La historia de Greg es triste, intensa en algunas ocasiones, pero no nos engañemos… podría ser la historia de cualquiera de los miles y miles de pacientes que han quedado en estado vegetal tras sufrir la extirpación de un tumor cerebral de gran tamaño.

Sin embargo, algo ocurrió en esta linea de tiempo aparentemente monótona, algo que llamó la atención de nuestro segundo protagonista de hoy, un personaje asiduo de este blog: el neurocientífico Oliver Sacks.

Sacks es bien conocido por los visitantes de la Aldea Irreductible quienes seguro recuerdan el artículo que Guillermo le dedicó al pintor que no podía ver los colores.

Autor de múltiples y fascinantes libros convertidos en bestsellers donde explica y relata los casos más increíbles de pacientes con los que ha tratado a lo largo de su dilatada carrera, Oliver Sacks conoció a Greg en abril de 1977 cuando el joven llegó al Hospital de Williambridge.

Tenía 25 años y su físico estaba descuidado, Sacks lo describe como «gordo y calvo como un buda», y no parecía conocer las razones reales por las que había sido llevado a aquel lugar… «será porque he tomado muchas drogas» respondía Greg, cuando se le preguntaba.

Por supuesto, su cerebro estaba peor que su rechoncho cuerpo… hasta que pudieron extirparselo, aquel enorme tumor había campado a sus anchas dentro de la cabeza de Greg, destruyendo sistemas de memoria en el lóbulo temporal e impidiéndole además crear nuevos registros para la realidad. Aunque su situación había mejorado desde la operación, su cerebro se encontraba dañado y paralizado en una época anterior.

Como inmerso en un bote de formol, el cerebro de Greg se había detenido a principios de los 70 y tan solo podía recordar detalles borrosos de aquellos años… el presente no existía para él, ni siquiera sabía que había pasado tanto tiempo. El cerebro del muchacho había detenido el tiempo en la época de las guitarras, los hippies y los conciertos.

Sabiendo que Greg era un apasionado de la música de aquella época, Sacks probó un día a poner música a sus encuentros con el joven.

Lo que ocurrió entonces dejaría con la boca abierta a cualquiera. Ante la atenta mirada del neurocientífico y con los inconfundibles rasgueos de la Les Paul de Jerry García sonando de fondo, lo que sucedió en aquella habitación tan solo se puede calificar de fascinante.

Greg se levantó de la silla y la incoherencia, la falta de emociones y la apatía desaparecieron de repente. Con la música se transformó en algo totalmente distinto, dejó atrás su estado de pseudovegetal para convertirse en una persona completamente diferente.

Tio, me flipan los Dead, son los mejores. Qué pasada de guitarra, García es un genio. Hartz, Kreuztmann, increíbles… y ahí están Bob Weir y Phil Leish, pero el mejor es Pigpen… oh, adoro a Pigpen, es muy grande… ¿Sabes que fui a verlos al Fillmore East y al Central Park?… qué conciertos más buenos… También he visto a Jimmy Hendrix y a los Cream, con Clapton y Baker, pero lo siento, los Greatful dead, son los mejores.

Mientras la música sonaba, Greg era otro. Hablaba por los codos, hacía aspavimientos y gestos emocionado, cogía la guitarra y cantaba de carrerilla todas las canciones de aquellos grupos. Era un tipo normal, más que normal, casi brillante… su memoria había fijado todos los detalles de la época, sentía pasión por cada estrofa, por cada acorde, por cada estribillo. Y contestaba lúcidamente a todo lo que le preguntaba el médico, mantenía una conversación fluida a pesar de que tan solo recordaba lo ocurrido durante aquellos años pasados. El presente no existía para Greg… no sabía quién era el presidente en esos días, ni siquiera sabía que algunos de sus héroes como Jimmy Hendrix o el mismo Pigpen habían fallecido años atrás.

Sin embargo, cuando la música paraba y la realidad se hacía dueña de nuevo de su entorno, Greg volvía a transformarse en el paciente apático, inconexo y sin vida.

Oliver Sacks lo retrató de una manera espectacular en su relato «El último hippie» dentro de su libro “An Anthropologist On Mars: Seven Paradoxical Tales”, (1996) y lo he traido hoy a la Aldea porque, al igual que en su tiempo se llevó al cine con la fascinante «Despertares» la historia de Greg llega a la gran pantalla convertida en película y titulada «The music never stopped».

Se estrenó hace poco y os aseguro que es una de las películas más emocionantes que he visto en mi vida. Música, cerebro, cine y un relato «inspirado» en la historia de Greg es la recomendación que os hago para terminar. Pocas veces podréis encontrar tantos y tan apasionantes elementos reunidos en poco más de una hora y media de cine.

(Sin que sirva de precedente y como homenaje de despedida para la pésima Ministra de Cultura saliente os dejo con una ayuda para todos aquellos que no podáis encontrar un cine donde poder verla)